Me encontré con la enseñanza de John MacArthur en medio de una profunda confusión doctrinal y personal. Apenas tenía dos años de haber abrazado la fe cristiana, y lo que veía a mi alrededor eran muchos abusos espirituales y desviaciones. Fue entonces cuando MacArthur apareció como un oasis en medio del desierto. Su enseñanza sobria, su fidelidad a las Escrituras, su claridad expositiva, me ofrecieron una estructura, una base, un norte. En aquel momento, fue una voz firme que necesitaba escuchar.

No se puede negar que John MacArthur marcó una generación. Su constancia, su convicción y su compromiso con la predicación bíblica dejaron una huella. Su Biblia de estudio, sus sermones, sus libros —en especial para mí— fueron vitales en mis primeros años de fe. Le debo mucho. Fue un maestro a distancia que me ayudó a poner orden donde solo había caos espiritual.

Pero a medida que fui creciendo, no solo conocí más de MacArthur, sino también a su entorno. Noté una rigidez que, si bien ofrecía seguridad para algunos, se volvía estrechez para otros. Un día, leyendo un artículo del Master’s Seminary, encontré que se prohibía prácticamente la lectura de teólogos como Karl Barth, bajo la premisa de que la teología liberal no tenía nada que ofrecer al pensamiento cristiano. Eso solo vino a confirmar la sospecha que ya venía teniendo: una falta de apertura a un diálogo sano y necesario con otras corrientes del pensamiento cristiano, incluso desde una postura crítica.

Tampoco puedo olvidar cuando, en el marco de una conferencia que daría en Latinoamérica, MacArthur afirmó que el continente aún no conocía el evangelio. Sus palabras sonaron como una sentencia que ignoraba siglos de historia, de mártires, de avivamientos, de iglesias que han brillado en medio de la pobreza, la persecución y la injusticia. Esa declaración fue tan desafortunada como polémica. No por falta de celo, sino por falta de sensibilidad.

Recuerdo también con mucha claridad cuando, en el seminario, leí por primera vez su libro Carismático. Era un ejemplar ya viejo, gastado por los años, pero aún con esa fuerza contundente en cada página. Nos llamó mucho la atención. Algunos compañeros lo leímos casi al mismo tiempo, junto con otro libro suyo que acababa de salir. Nos gustó, pero también nos resultó difícil de creer en ciertos aspectos. Aquello que decía sobre el movimiento carismático era tan tajante que nos dejó inquietos. Fue, de hecho, el primer libro sobre el cual escribí una reseña teológica formal. Y fue este: Carismático.

Con el tiempo, sin embargo, su postura hacia el movimiento carismático se volvió más dura, más frontal, hasta llegar a Fuego Extraño, conferencia y libro que marcaron un punto de quiebre para mí. No por defender ciegamente el pentecostalismo —que también necesita autocrítica— sino por el tono con que MacArthur abordó el tema: no me pareció sano, ni honesto, ni pastoral. Vi más trinchera que compasión. Más ataque que diálogo.

Fue entonces cuando empecé a tomar distancia. No rompí con él —¿cómo hacerlo con alguien que fue tan significativo en mi formación?— pero sí lo miré desde otro lugar. Lo coloqué en el estante de los que enseñaron mucho, pero no lo vieron todo. Me abrí a otras voces, otras perspectivas, otras confesiones de fe que también aman a Cristo y su Palabra.

Ayer, 14 de julio de 2025, me enteré de su fallecimiento. Una noticia que no sorprendió del todo, pues desde hacía tiempo ya se notaban las señales: su salud quebrantada, sus ausencias prolongadas del púlpito, su voz cada vez más silenciosa en la escena pública. Y sin embargo, la noticia tocó una fibra profunda. Porque, más allá de las diferencias y las reservas que con los años se fueron formando, MacArthur fue una figura clave en mi vida espiritual. Su partida cierra una etapa, no solo para quienes lo siguieron de cerca, sino para toda una era del evangelicalismo contemporáneo.

Agradezco profundamente su fidelidad, su labor incansable, su amor por las Escrituras. Pero también lamento que en su caminar, a veces se cerró más de lo necesario. Que la pasión por la verdad no siempre estuvo acompañada de la ternura de la gracia.

Aun así, la vida de MacArthur me recuerda que Dios usa vasos de barro para mostrar su gloria. Que todos, aún los más grandes, somos fragmentos de luz en una historia mucho más grande. Y que en el día final, la verdad perfecta no será la que nosotros defendimos, sino la que Dios revelará en plenitud.

Su legado fue tan virtuoso como sombrío, tan edificante como polémico. Y en esa complejidad, muchos crecimos.